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Notas de paso por la ciencia experimental y la trascendencia menor

«Hay que comenzar, en realidad, por los horizontes donde ellos se desploman, «conservar lo ganado», como dice Rimbaud, y no sentarse cómodamente en las ruinas a armar juntos un rompecabezas de fragmentos».

Henry Miller. 

Hace un par de semanas que no he cesado de enunciar la frase: el llamado de Goldmundo. No tengo claro cómo llegó, de nuevo, tras unos años de haberla mencionado en un par de ocasiones. Recuerdo que era un modo de plantearme la diferencia entre la elección y la decisión. La primera sucede entre opciones dadas. Es una forma de caer en lo ´mismo’, una clausura. La segunda conlleva a una renuncia, a la pérdida y al riesgo de lo desconocido. Ésta es andar hacia una imposibilidad. El exilio de nuestro destino en cada caso sólo puede darse en la decisión. Esto es lo que, por ahora, considero que Herman Hesse tramó en Narciso y Goldmundo (1930). El sufrimiento y la constante fractura de ambos personajes no privilegia a ninguno, tan sólo evidencia la falta constitutiva que los lleva a andar su camino. Narciso lleva consigo la insistencia de cultivar la herencia y alentar la trascendencia de la abadía que lo acogió y donde morirá. Sus tormentos están cifrados en la sospecha, el cuerpo del otro y el afuera. Cada vez que hay un desvío la confrontación entre lo dicho y la posibilidad del decir hacen de su vida ese instante. Ahí se tensan las fuerzas de la transitoriedad de la existencia y la importancia de lo que ésta ha dejado. La predilección por administrarlos define el carácter del abad que, en su labor, habrá de decidir entre la mera administración o ir hacia lo que el uso no puede medir. Es, en la irritable y atractiva región de lo inmedible, donde su vínculo con Goldmundo hace de lo desconocido, una iluminación. Su amigo, llevado por un esto no es hacia lo abierto, no para de cambiar de oficio, idiomas, gestos y relatos. Obsesionado por figurar el rostro de su madre a la que nunca conoció, se hace carpintero. La madera hace de soporte de su búsqueda de la imagen, a la que nunca llega y cuyos esfuerzos hacen de uno de los retablos que le encargan, un punto de peregrinaje que lleva al éxtasis de quien pasa. Los padecimientos de éste personaje son el desmembramiento de su cuerpo, el sometimiento al goce y, curiosamente, su desinterés por otro. El desencuentro que aviva la amistad de ambos personajes es el de haber decidido resguardarse en la exterioridad de sus elecciones, ahí donde son obra del amor. 

Elegir es morir sin salir del capullo. 

Imaginar a Narciso como una figura de la historia y a Goldmundo como una de la historicidad me hace pensar en la relación que hay entre institución y negatividad. Quizá haya sido el cúmulo de marcas que pueden palparse, por decir tan sólo un caso, en los flujos y tráficos migratorios que van de Centroamérica a Estados Unidos, lo que propició la pregunta por el agotamiento de las concepciones que rigen el día a día, así como la posibilidad de comenzar desde las ruinas donde nos movemos. Si algo ha dejado en claro la historia es que la realidad existente, el contexto, es una dimensión material y del sentido. La historia, esa producción cuyo esfuerzo es resguardar, mantener, es la evidencia de la transitoriedad. El origen y el fin, ´sabemos´, son categorías con una fuerte carga teológica. Quizá por eso lo repitamos tanto. No obstante, un desvío de esa repetición hace de impulso para un éxodo de lo dado en sus propios términos, pues lo dado no es reductible a una sola concepción. Lo desconocido está tanto fuera como dentro. Atravesar, como hicieron Narciso y Goldmundo, el umbral de lo ‘mismo’ y  avanzar en la conservación de lo ganado es lo que he nombrado como historiografía negativa. Ésta funda (en el doble sentido) el lugar desde donde habla. No hay autoridad a cuál rendirse, que no escucha y desplazamiento del límite. La herencia, la tradición, dejan de ser obligaciones y disciplinamiento del cuerpo para marcar la incesante y desesperada pasión por el secreto de un andar que no se encuentra porque nunca es el mismo. Porque la unidad o el conjunto es imaginario y borra al singular, hay una diferenciación venida de la pérdida. La escritura venida de esta partición, no deja de hacer resonancia con lo que Gerardo Muñoz y Benjamín Mayer, en una reciente conversación celebrada hace un par de semanas en Librerías Herder (México), elaboraron como trascendencia menor. Ésta hace de la extrañeza que le habita una ficción que le permite moverse sin eyectar eso que le constituye al dominio del principio de equivalencia general. La aceleración que media la respuestas sociales ante su descomposición tiende hacia la homologación del resto hacia una unidad computable. La ingenua y efectiva suscripción del individuo como ciudadano, que ahora es una de las figuras del sujeto cartesiano que juega de amo y actor de sí mismo, no sólo depende de la deuda que lo visibiliza, también y fundamentalmente, de la culpa de no ser lo que el otro quiere de uno. Hacer rompecabezas con los fragmentos de un exterminio generalizado es la vía de las elecciones. 

La ciencia experimental (1663) es un texto de Jean-Joseph Surin que moviliza “el dolor de un saber” en el que el “yo” articula, alentado por un aliento precedente, lo que está dividido. Michel de Certeau, en La fábula mística (1982), ensayó con el temblor que el manuscrito suscita al momento de demorarse ahí, arriesgando su lectura en torno al no saber que le animó a pensar. Esta referencia, como otras contenidas en sus estudios, pueden leerse como detonantes del éxodo de las instituciones históricas que atravesó y que aún persisten. Por ahora me siento inclinado a conservar lo que el comentario de Certeau logró: avanzar hacia un umbral que se desploma. Embestir no sólo implica fuerza en el decir y en la marcha, requiere de navíos, vías, escucha atenta al dolor de cada historia. Esta elaboración no se colma solamente con ideas y prácticas cuyo horizonte, de hecho, no han dejado de arruinar el mundo. Tampoco radica en la novedad. Puede que estas elaboraciones y obras estén en la facticidad y sus abismos. La cobardía sustenta la verdad de los hechos, la decisión los lleva hacia su verdad. Las elecciones y sus espejismos asedian a cualquiera. No basta con que alguien salte, aunque sea ese eclipse la ruptura del huevo cósmico. Sin la transmisión del deseo, sin su contagio, queda la mera administración, el “aplanamiento de bisteces”. Sostener una transmisión es un esfuerzo conjunto y una de sus principales tareas es desconstruir el dogma latente en toda afirmación. Y este, lo sabemos, no es el camino del discurso capitalista y sus servomecanismos. Tan no lo es que sólo elegimos. El narcisismo de las stories es proporcional al de la acumulación de puntos con el jefe, la decano o los organismos de financiamiento que reproducen la precariedad del sistema. Ahí sucedemos, sin duda. La transparencia es tan sólo una figura más de la Inquisición. No es extraño que en el siglo XXI se haya vuelto la consigna de la praxis. La perversión juega ahí donde uno cree ser justo y noble. La elaboración ensombrece, devuelve al imaginario a su condición mitológica y al dolor, esa expresión de la que uno se hace cargo. “El dolor de un saber”, escribieron antes. ¿Cómo hacérselas en ello y con ello? La experiencia singular secreta ahí donde se decide la elaboración de esa pregunta cuya diferencia deviene discurso. 

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