La irrupción etrusca I

La irrupción etrusca en mi vida la debo a las conversaciones que he tenido con Gerardo Muñoz. Desde marzo del año en curso (2023), tras nuestro encuentro en Ciudad de México, no hemos dejado de rodear, entre otros asuntos, el registro místico, la ciencia de la experiencia, la importancia de la pintura y el tacto con las Cosas, la singularidad de la traza de Henry Miller, etc. El constante intercambio de mensajes vía WhatsApp y algunas entradas en blogs avivan la llama de una exploción antigua, inmemorial, que no ha cesado de dar lugar a la conversación, a la escucha. Tengo la intuición de que estas resonancias no en todos los casos alumbran interlocuciones que, en su naturaleza, se arriesguen hacia lo que no se sabe. Me considero afortunado de estar acompañado de varios amigos con quienes, de un modo u otro, celebramos el paso infinito de la vida. La matriz del pensamiento está en el éxtasis de no identificarse con lo que uno tendría que ser, en el instante de una mueca desconocida que recibe la sustancia cósmica y posee al cuerpo marcándolo con un andar distinto. Los banquetes entre amigos también son danzas de la muerte que llevan, a todos aquellos que se han resignado, a la dimensión profunda de un carnaval subterráneo en el que las nuevas figuras del mundo germinan de sus osamentas agusanadas. La temporalidad de la amistad, similar a la del amor, no se rige bajo el signo de la cronología, su historicidad es otra, próxima a la sonrisa etrusca. Que el pasaje suceda con Charun y Vanth afirma el lazo que es ya corriente marina, eterna y distinta, como la danza interior de los corazones. Esta fuerza hace de las sugerencias una invitación a morar en la intemperie y cantar las andanzas que hacen, de cada uno, trovadores de lo posible. En esta ocasión, fue la recomendación de Gerardo a leer un texto breve de Giorgio Agamben titulado “El misterio etrusco”1, lo que detonó una alegría que no puedo dejar de compartir. El entusiasmo proviene de la suspensión de la inercia hermenéutica que hace de la historia una narración de lo mismo, una repetición saturada de referentes que velan el acto creativo de palpar el porvenir de los restos. Quizá sea esta sensibilidad aquella que marque una de las aportaciones que Gerardo leyó en la escritura de Agamben, cuya «indagación en torno a la intimidad entre pensamiento e imaginación en la vida del singular […] busca preparar una apertura de lo ingobernable».2 La ingobernabilidad está en juego ahí donde la cadena de la equivalencia general no embona y la experiencia de la no coincidencia secreta una dimensión oculta de la lengua. El caso etrusco, que es el que aquí me interesa, se resiste a los esfuerzos de asimilación por la historiografía. En diversos documentos podemos leer, en las primeras páginas, las siguientes afirmaciones negativas: “no sabemos con exactitud”, “ignoramos su origen”, “desconocemos”, “nunca sabremos”, etc. La aventura del pensamiento que ofrece la irrupción etrusca es una de las apariciones más desafiantes que me han solicitado en mi vida. Lo que está en juego es la invención. La resistencia etrusca a ser asimilada y circunscrita a lo que solemos llamar historia es síntoma del agotamiento de un modo de leer, de un modo de sentir. Tal vez, haya sido una herida a la racionalidad que hasta ahora ha aprisionado al mundo en la equivalencia, aquella que, hacia 1932, llevó a D.H. Lawrence a publicar Etruscan Places, un riesgo autográfico concentrado en la experiencia. Es ahí, en esa estela exiliante, venida de un viaje de Lawrence y Earls Brewster a la Toscana en 1927, atravesando la caída social en el régimen político de Mussolini, desde donde parto por ahora. 

Tumbas etruscas es la traducción al castellano del libro de Lawrence. Tras buscar en varias librerías material acerca de los etruscos, encontré la edición preparada por Miguel Temprano García, publicada bajo el sello editorial Gatopardo, ubicada en Barcelona. Me detuve en la portada. Está dividida en dos partes. La de arriba es una reproducción de un detalle del fresco de los leopardos, localizado en Monterozzi, Tarquinia. Tres personas reciben la música de dos flautas que toca uno de ellos, mientras un par de árboles germinan detrás y frente a él. Los árboles y sus frutos son las notas de aquel sonido que no deja de animar la existencia subterránea de una experiencia cósmica que hace de la oscuridad, un agujero que aloja y expulsa las figuraciones de la perdurabilidad y el tránsito etrusco. La parte de abajo es un fondo beige con el título del libro en color rojo y el nombre del autor en color verde. Color, música, danza, germinación y calma. Las tumbas etruscas son ya luminosidad incógnita, cuevas labradas por el goce, pasajes, surcos, corrientes de pintura. «Hoy lo único que sabemos de los etruscos es lo que encontramos en sus enterramientos. Hay referencias a ellos en los escritores latinos. Pero el único conocimiento de primera mano que tenemos es el que nos ofrecen las tumbas».3 Estos recintos del paso no son necrópolis, los etruscos no tienden a la mismidad griega, no son polis, no hay bárbaros. La complejidad de nombrar sus congregaciones está en imaginar formas no ontoteológicas de comunidad. En otras palabras: suscribir sus zonas de existencia a la lógica histórica de la civilización es caer en la tentación de asir, bajo el signo de lo mismo, aquello que de sí insiste en otra cosa. Quizá haya sido esta limitación aquello que dio lugar a Tumbas etruscas compuesta, esencialmente, por secreciones de imaginación que bordean, una y otra vez, los acantilados que dividen los asentamientos entre lo que eran las villas de los vivos y la de los muertos, sección, por cierto, que hoy da vida a las resonancias de aquellas noches orgiásticas. De Etruria quedan las trazas y sus signos: artefactos incitadores del silencio, de la escucha del rumor infinito. Nos llega la retirada del sentido de los significantes que nos regalan un misterio. Innombrable para nosotros, la lengua etrusca nos hace impotentes. Es una atopía en la razón. De paso por la tumba de los dos Tarquinos, en Cerveteri, Lawrence se confrontó con la ausencia de frescos. «Sólo las inscripciones de la pared y, en los nichos funerarios sobre el largo banco doble de piedra, breves frases escritas con pintura roja o negra, o rascadas con el dedo en el estuco, torcidas con el auténtico descuido y la plenitud vital de los etruscos, a menudo inclinadas, escritas de derecha a izquierda. Esas alegres inscripciones, que parecen escrituras ayer en la arcaica escritura etrusca, se pueden leer con facilidad. Pero, una vez leídas, no sabemos qué significan. «Avle, Tarchnas, Larthal, Clan.» Está bastante claro. Pero ¿qué significa? Nadie lo sabe con exactitud. Nombres, apellidos, amigos de la familia, título de los muertos, eso es lo único que podemos suponer. «Aule, hijo de Larte Tarchna», dicen los estudiosos que han averiguado. Pero no podemos leer ni una sola frase. La lengua etrusca es un misterio. Sin embargo, en la época de César, era la lengua de la mayoría de la gente en el centro de Italia, o al menos en la zona centro-oriental. Y muchos romanos hablaban etrusco, igual que nosotros hablamos francés. Sin embargo, hoy la lengua se ha perdido por completo. El destino es extraño».4 Escritura: conductos hacia lo impensable. La retirada etrusca toca a quien, ciego, la siente. El tacto hace del presente un exilio. Como el de Lawrence y Brewster, el de H. Miller a Grecia, W. Benjamin a lado de Asja Lãcis en Nápoles, y tantos más que, en una situación histórica caída en la saturación política, viraron hacia la creación de su propio camino. Las tumbas etruscas son la inoperancia de la clausura, el borde del agujero, el portal hacia el florecimiento de la vida y el vientre de la muerte. 

Desde hace un par de meses no dejo de revisar, casi a diario, fotografías de frescos, vasijas y las zonas arqueológicas de Etruria. Enigmáticas, las imágenes me suscitan una vitalidad particular. La intuición y la imaginación componen el vínculo con ellas, que no son más que exposición, sin fundamento. ¿Cómo podría haber un principio en una composición simbólica que hace de las tumbas un éxtasis de la transitoriedad? ¿A qué tipo de existencia me enfrento que parecía maravillarse de la singularidad de todas las cosas? ¿Cómo salir intacto de esta inmersión a la huella etrusca si en esa dimensión, la transformación de un marinero a un delfín le sigue un hombre con un hocico de un lobo en la cabeza apuntando al infinito, o escenas de coito entre personas y animales? «Así era. El universo, que constituía una vida única, una única alma, cambiaba en cuanto pensabas en él, y se convertía en una criatura dual con dos almas, una ardiente y otra acuosa, mezclándose y separándose sin cesar, y sujetas por la enorme vitalidad del universo en un equilibrio definitivo. Pero se mezclaban y se separaban, y enseguida se convertían en miles: volcanes y mares, ríos y montañas, árboles, animales, personas. Y todo era dual o estaba contenido en su propia dualidad, mezclándose y separándose eternamente».5 Eternidad, pasaje… ¿Qué tipo de tiempo, si es que hay, experimentaban los etruscos? ¿Cuál es la complejidad de esta experiencia que su marca, en apariencia ilegible, resiste a la historiografía, o bien, la abisma hacia su negatividad? Las figuras clave para explorar estas preguntas son los augures y los arúspices. En especial, la versión de Lawrence, para quien los primeros: «los pájaros de sangre caliente volaban a través del universo viviente igual que los sentimientos y las premoniciones vuelan en el pecho de un hombre, o que los pensamientos vuelan por la imaginación. En su vuelo, los pájaros que huían espantados o los que pasaban en línea recta a lo lejos se movían envueltos en una conciencia más profunda, en el destino complejo de todas las cosas. Y, puesto que en el mundo antiguo todas las cosas tenían su correspondencia, y el seno del hombre se reflejaba en el seno del cielo, o viceversa, los pájaros volaban hacia una meta maravillosa, en el pecho del hombre que los observaban, igual que trazaban su propio camino en el cielo. Si el augur podía ver los pájaros volando en su imaginación, sabía también en qué dirección volaba el destino».6 Sensibilidad indiciaria, no deductiva. El augur, curiosamente, es afín a la historicidad, no tanto a la historia. Respecto a la segunda figura, los arúspices, Lawrence menciona: «para él, el universo estaba vivo, y mantenía una relación temerosa. Para él, la sangre era consciente: pensaba con su corazón. Para él, la sangre era la propia corriente de la conciencia roja y brillante. De ahí que, para él, el hígado, ese gran órgano donde la sangre se esfuerza y «se sobrepone a la muerte», fuese un objeto de un profundo misterio y significado. Agitaba su alma y purificaba su conciencia, pues también era su víctima. Así que contemplaba el hígado caliente, que estaba dividido en campos y regiones eran los de la roja y brillante ciencia que recorre toda la creación animal. Y por tanto debe contener la respuesta a la pregunta de su propia sangre».7 Esta organología (Stiegler) maniobró con la mnemotecnia que contenía (¿contiene?), en el hígado, la inscripción etrusca que habilitó el lenguaje (incógnito para nosotros) que dio lugar a la singular percepción del Cosmos que, por otro lado, sucede en la experiencia, no en la fórmula. Y, sin embargo, ambas figuras fueron absorbidas y asimiladas por Roma y su programa imperial, próxima, ella sí, a la historia. 

No deja de ser complicado, al menos para mí, detectar la singularidad etrusca respecto a la herencia civilizatoria que da lugar al discurso histórico, sin caer en su propia lógica. De ahí el reto, la aventura. Al respecto, sería un despropósito suponer que los etruscos fueran algo así como una comunidad virginal y bondadosa, meramente armoniosa con el mundo. Sin embargo, sí hay una diferencia entre la perdurabilidad imperial que signa, cronológica y anacrónicamente, al significante Roma y a las historias que afirman al origen y al final, así como al sujeto, la causa y los efectos, que la incógnita etrusca no compartió pero sí padeció. Lo que me parece interesante resaltar y, en todo caso, elaborar, son las huellas y existencias cuya singularidad resiste, en cada caso, a los sometimientos equivalenciales. Si la historiografía, con sus notables y extrañas excepciones, ha hecho algo ha sido producir narraciones o articulaciones equivalentes vía las metáforas que rechazan el «traducir balbuceante a un lenguaje completamente extraño» que Nietzsche y muchos otros postularon y postulan como el salto hacia otra Cosa. «Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen. Gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su «conciencia de sí mismo»». 8La irrupción etrusca, la errancia apache, el éxodo indocumentado, el secreto marrano, la mística, entre otras figuras e instantes, son casos de desnarrativización y desgarramiento, habitados por un deseo innombrable que no deja de moverse, sin coincidir consigo mismo. Lawrence lo anotó así: «en unos cuantos siglos [los etruscos] perdieron su vitalidad. Los romanos se la arrebataron. Es como si el poder de resistencia a la vida, de autoafirmación y de dominio, tal como conocían los romanos –un poder que por fuerza ha de ser moral, o implicar una moralidad que sirva de manto a su fealdad interior–, triunfara siempre a la hora de destruir el florecimiento natural de la vida. Y aun así quedan unas cuantas flores y animales silvestres».9 Toda conquista resulta absurda y patética si prestamos atención al roce y al rumor etrusco. 

La historiografía negativa es tan sólo una manera de desnarrativización y de horadamiento en la razón que articula nuestra concepción y experiencia del tiempo, así como el riesgo de aventurarse hacia una historia diferente, con todo lo que esto implica. Si de inventar se trata, la irrupción etrusca me toma en un momento en el que no hay más que esto, que esta vida. Y, por esto mismo, no hay otra manera de continuar, que no sea con el fuego interior que no deja de arder en la supernovas. «Para el etrusco todo estaba vivo; el universo entero vivía; y la labor del hombre era vivir en él. Tenía que insuflarse vida a partir de la enorme vitalidad del mundo. El cosmos estaba vivo, igual que una gigantesca criatura. Todo se agitaba y respiraba. La evaporación ascendía como el aliento de las fosas nasales de una ballena, en forma de géiser. El cielo lo recibía en su seno azul, lo respiraba, lo meditaba y lo transmutaba antes de respirarlo de nuevo. En el interior de la tierra había hogueras como el calor del hígado de un animal. Por las fisuras de la tierra emanaban alientos de otra respiración, vapores directos del inframundo físico y viviente, exhalaciones que llevaban inspiración. Todo estaba vivo y tenía un alma, o ánima: y además de esa alma gigantesca había miles de almas menores errantes: cada hombre, cada animal, cada árbol y cada lago y cada montaña y cada riachuelo estaba animado, tenía su propia conciencia particular. Y la tiene hoy».10

Avanti. 

1.  Giorgio Agamben, “El misterio etrusco”. Disponible en línea: https://ficciondelarazon.org/2023/05/12/giorgio-agamben-el-misterio-etrusco/#more-9514

2.  Gerardo Muñoz, “Giorgio Agamben: arqueología de la política”, en Giorgio Agamben: arqueología de la política, Leiden, Almenara, 2022, p. 12.  Una presentación del libro, celebrada en Librerías Exit, en Ciudad de México, el día 16 de marzo de 2023, con la participación de Gerardo Muñoz, Jorge Rizo y Andrés Gordillo puede escucharse aquí: https://soundcloud.com/user-737202851/presentacion-del-libro-giorgio-agamben-arqueologia-de-la-politica?si=4b142ade741a40b996829080184c4764&utm_source=clipboard&utm_medium=text&utm_campaign=social_sharing

3. D.H. Lawrence,Tumbas etruscas, tr. Miguel Temprano García, Barcelona, 2016 (1932), p. 9.

4. Ibid., p. 22.

5. Ibid., p. 69.

6.Ibid., p. 75.

7. Ibid., p. 76.

8. Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, tr. Santiago Guervós, Madrid, 2a ed., 1a reimp., 2017 (1873), p. 31.

9. D.H. Lawrence, op. cit., p. 68.

10. Ibid., p. 68-69.

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